La
mar, la única patria de los hombres libres que cantasen los románticos Byron y
Espronceda (el corsario cojo y el pirata enamorado de sí mismo), es
permanentemente violada por los chuflas que toman sus vacaciones en los
tórridos meses estivales. Hace pocas semanas todavía podías fondear
solitariamente en las playas de Comte, Espalmador no semejaba un puerto
deportivo, Salinas no era la feria de las vanidades, en Es Cavallet no era
necesario proteger la virginidad con el corcho de una botella de Borgoña…
Sin embargo, ahora, como la mayoría de la
gente desea verse, olerse, tocarse y comprobar quien la tiene más grande…eh, me
refiero a la embarcación, naturally, pues todos marchan en pagana procesión a
los mismos sitios de fondeo. Y si te ven gloriosamente solo, piensan que te
aburres (cree el ladrón que todos son de su condición) y echan el ancla a dos
metros de ti, lo suficientemente cerca para que, cuando el voluble viento del
Mediterráneo te haga bornear, los barcos colisionen entre sí y se pueda iniciar
una charla pueril. ¡Una panda de marineros de agua dulce!
Bueno,
pero a esos todavía se les puede evitar. Incluso ahora puedes encontrar lugares
paradisíacos en las Pitiusas alejados de las hordas de bárbaros que marchan en
lanchas rápidas. Vaya horteras de pacotilla: ¿Quién tiene prisa en la mar? La
dimensión acuática es un mundo que merece otra consideración temporal: los
pensamientos, el ensueño, la lectura de los poetas malditos, un ron de
Barbados, un puro habano (What´s a cigar without Habana, que cantaba Cole
Porter), el primer beso de ella (da igual que la conocieras hace un siglo;
cuando navegas con algunas hembras excitantes la magia del primer beso jamás se
pierde), los misteriosos etudes de Chopin interpretados por ese cachondo bon
vivant llamado Arthur Rubinstein…son un placer que se extiende como las olas
invisibles de un océano sin límites cuyas ninfas y sirenas te acunan
eternamente.
Solamente los tibios sin capacidad de imaginar
ponen fronteras al arte de gozar. Y por eso van con prisas.
Sin
embargo, hay una raza omnipresente. Tanto que da igual que estés en el más
recóndito rincón de Las Molucas o en viendo el atardecer desde Las Bledas. Me
refiero a los histriónicos jinetes acuáticos de las motos de agua. Ese invento
infernal que atruena estruendosamente invadiendo la música callada del vals
azul de las olas. Te pasan afeitando el casco del barco, te despiertan en lo
mejor del sueño, te salpican un Martini que ya nunca estará lo suficientemente
dry…
Es el momento de empuñar el mauser con el que
seguías el rastro en la arrasada sabana de los viejos elefantes africanos. Ah,
uno puede sentirse Horacio Nelson abrazando con un solo brazo a Lady Hamilton
cuando mandas al cementerio marino a esos papanatas que disturban la poesía de
los momentos mágicos.
Los
marinos debemos protegernos también frente a las abominables barcazas atestadas
de turistas deprimentes color langosta termidor. Esas mismas cuyos
patrones-patanes son vulgares piratas y permiten un estruendoso bakalao
electrónico que atruena en demasiadas millas a la redonda.
Muchos
lobos de mar tienen ganas de ponerles una bomba lapa y hacer un agujerito en su
casco mientras fondean en los puertos pitiusos. Las barcazas se aprovechan de
la negligencia criminal de los políticos, tan raudos en legalizarlo todo, pero
que hacen la vista gorda con esta nueva ralea de chacales del mar.
El
dandy decadente de la brillante acera de enfrente, Oscar Wilde, ya decía que
las cadenas del matrimonio son tan pesadas que se necesitan más de dos personas
para poder soportarlas. Tal vez por eso el swinging o intercambio de parejas
está muy de moda, también en las anárquicas Pitiusas. Nada que objetar,
naturalmente, aunque uno siempre prefiere la aventura de un safari nocturno, el
encuentro furtivo en una cala o incluso el ligue proteínico en la cola del
mercado. Pero vivimos una época de proliferación de sectas que se hacen llamar
clubes. La gente tiene miedo de sentirse sola y ese gozo divino que es la
sagrada espontaneidad ha sido desbancado por la planificación absoluta,
llegando al punto de saber dónde y cuándo la recíproca cornamenta con la
parienta se hará efectiva.
Ayer
mismo, fondeado al pie de Sa Foradada, cerca de cala Salada, un barco fletado
únicamente para el swinging se dejaba ver a pocos metros de la costa. El
espectáculo hubiera hecho las delicias de Calígula, pues la orgía en cubierta
era desenfrenada. Varias casas sacaron sus telescopios e incluso un vecino fue
más allá del triste voyeurismo y se dedicó a grabar la cópula de unas veinte
parejas que cambiaban según fuerzas y voluntad.
Pero
lo verdaderamente grosero es que la panda de exhibicionistas se agitaba al
ritmo abominable de un bakalao electrónico a un volumen ensordecedor.
Destrozaban la armonía de la tarde y cualquier delicia erótica con esa música
solo apta para nanotecnólogos o zombis de pastillita (también follaban como
robots, se notaba que no conocían la cadencia del bolero, el sabor del calypso,
la dulzura de la samba, el galope del mambo…)
El
estado del ánimo es un ritmo, y la sociedad se está embruteciendo
vertiginosamente, olvidando la cortesía e ignorando el sentido común. Occidente
ha logrado la mayor opulencia general de la historia, pero la parte animalesca
del hombre tira al monte. ¿Por qué si no la cultura es hoy la última mona? ¿Y
el paleto sacrilegio de muchos festivales, vivos gracias a subvenciones
públicas, pero que machacan las obras de Wagner y Verdi con puestas en escena
grotescas?
¿Seguirá
siendo este verano la mar la única patria de los hombres libres?