Tras unas semanas berreando por las montañas, donde los
bosques adquieren excitantes colores mientras los venados montan a las ciervas,
hice parada y fonda en Viena, que a su manera sigue orquestando la antigua
melting pot del imperio austro-húngaro.
Mi mujer –para esta escapada hice el paripé de estar casado
con un indómito ejemplar de francesa-escocesa-irlandesa—se empeñó en visitar la
exposición de Lucian Freud. Naturalmente elevé una plegaria admirando la
catedral de St. Stephan a través de los ventanales del bar del Do&Co, donde
con tolerancia otomana permiten fumar. El bar-man se apiadó de la excursión
cultural y me sirvió un monumental sazerac para el camino.
Subimos a un coche de caballos y nos dirigimos al
Kunsthisturisches Museum. La cochera era una bárbara oronda (más tipo Botero
que Rubens) que hubiera podido dar clases de comercio a cualquier fenicio. Naturalmente la impedimos predicar su soporífero speech turístico.
Preferíamos charlar, fumar y beber mientras recorríamos las calles de una
ciudad frívola rezumante de bellezas ligeras de cascos.
La cochera se mostró sorprendida ante nuestra orden de
esperarnos a la entrada del formidable museo. Alegaba que era imposible verlo
todo en tan poco tiempo y pidió un extra por adelantado. La gente piensa que al
entrar en un museo hay que empacharse. “¿Qué pasa, que cuando usted va a comer a un restorán
se pide toda la carta?”, dije mientras la sobornaba y ella cronometraba su reloj.
Eché una ojeada a la pesadilla pictórica de Freud—un maestro
enamorado de la sordidez—y rápidamente escapé a las salas contiguas, donde
estaban Tiziano, Giorgione, Brueghel, Rembrandt, Mantegna...., y me detuve
frente a Danae, salpicándome con lluvia dorada.
Sentado al lado un
hombre elegante me preguntó, en tono cómplice: “¿Huyendo del horror
freudiano?”. Y empezamos a charlar como dos prófugos de la moda de la fealdad. Me confesó que era un
expatriado libio, y que por la codicia de Cameron, Sarkozy y Obama, Italia y
España iban a llenarse de inmigrantes y tragedias de Lampedusa. “Gadafi era el
único que podía frenar el éxodo de los que también huyen del horror. Así lo
había acordado mientras le llamaban el mejor amigo de occidente. Pero hoy Libia
vive una guerra civil con sus tribus enfrentadas por odios ancestrales. La
intervención internacional ha sido peor que un crimen, ha sido una estupidez”.
Cuando mi mujer se hartó de Lucian Freud, el libio ya había desaparecido. El coche de caballos todavía nos esperaba a la puerta. Encendí otro puro y me
puse a cantar Wien, Wien, nur du allein a lo Richard Tauber. Sí, Viena sigue siendo
una ciudad de espías.
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