Es Bes, el dios más cachondo de la Historia, quien da nombre a la isla de Ibiza. De origen egipcio, su culto fue importado por los cartagineses, quienes le adoraban como una divinidad amable que protegía la tierra de los animales venenosos e invitaba a las doncellas a rasgar su virginidad y caminar en el mundo con los ojos abiertos, riendo alegremente para espantar malas influencias.
Esto sucedía hace 2700 años, cuando los fenicios instalaron –envidiados por los griegos— su colonia más próspera aquí en Ibiza, isla considerada desde entonces como una tierra sagrada por todos los pueblos que han sucedido a los compatriotas del general Aníbal Barca, desde las águilas romanas hasta los últimos hippies.
Ibosim, Ebusus, Yebisah, Eivissa, Ibiza... en todas las lenguas quiere decir Tierra de Bes. Es curioso cómo los antiguos creían fervientemente que las ánforas moldeadas con barro ibicenco repelerían el veneno y podrían ahorrar mucho en sufridos catadores.
Guillem de Montgri, al servicio de Jaime I de Aragón, reconquistó Ibiza de la influencia musulmana. Cuentan que influyó un asunto de celos: Un marido burlado, con cuyos cuernos podían ararse los campos de Santa Gertrudis, descubrió que su mujer se la pegaba con el Gobernador. El marido, fuera de sí, franqueó un pasadizo a los cristianos para que pudieran tomar fácilmente las temidas murallas.
Vemos como en todo está la influencia de Bes, el dios de la alegría y la juerga, de la fertilidad y el sexo; del nacimiento y el sueño; repelente de venenos y envidias. Un dios que parece invitar continuamente a gozar de la vida. No es extraño que hoy Ibiza esté considerada como el epicentro mundial de una nueva cultura de masas y sea lugar de peregrinaje de jóvenes de todas las edades, el último mito de los sueños de Occidente.
Porque Ibiza atrae a la gente joven tal y como podía entenderla Picasso: En la vida hay viejos niños y niños viejos. Y a pesar que nos tilden con el síndrome de Peter Pan, cuando se es realmente joven, se es joven para toda la vida.
¿Para qué madurar? Déjennos seguir siendo niños dorados de deseos y seguir la máxima neoplatónica de regocijarnos en el presente. Es esta fuerza de juventud eterna la que permite que el aura ibicenca permanezca.
Ibiza volvió a ser un punto caliente en los años 50, cuando vinieron los beatniks, y después los hippies; habitualmente jóvenes de gran cultura y universitarios de Berkeley, cuya educación y hedonismo en la dorada California no les había preparado para los horrores de la guerra de Corea y Vietnam.
Escaparon del infierno bélico arribando a una isla en la que parecía que el tiempo se había detenido. Alquilaban casas payesas desperdigadas por el campo (es una de las muchas maravillas pitiusas: las casas disfrutan de una intimidad formidable), construcciones tan a medida del hombre como la propia isla, de una arquitectura que ha sido admirada por los mejores maestros del siglo XX.
Aquí los desesperados sellaban el contrato con el impasible indígena con un simple apretón de manos. Ni papeles ni leguyelos. La palabra era garantía más que suficiente. Ibiza fue bálsamo para estos hombres y mujeres que hicieron la revolución de las flores llevando la imaginación al poder.
Sentían la poderosa simbiosis con la tierra: descalzos percibían los latidos telúricos de un dragón generoso que les invitaba a ese capricho divino que es la pereza, al dolce fare niente, a hacer el amor cuando sentían el amor, a tomar el sol y sumergirse desnudos en el paso de los días como náufragos vitales.
Con ellos comenzó el mito moderno de Ibiza: El Shangrila mediterráneo, el paraíso de las almas descarriadas.
Y el velo de la diosa Tanit, el eterno femenino que enamora a Bes, continúa protegiéndonos.
Este texto si que es interesante...enhorabuena Giorgio! que bonito es y que bien escrito.
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