“¡Qué daño ha hecho Indurain a este país!”, se queja el marqués de Montelo mientras adelanta a un culebrón fosforito de ciclistas. El magnífico deportista, ganador de cinco tours, ha creado un ejército emuladores que pedalean desaforadamente. Es la moda del cicloturismo.
Son estos turistas de pedal unos seres estrambóticos que se visten con horripilantes y ceñidos pantalones de absurdos colores, llevan cascos de hormiga atómica, se suben a un incómodo sillín que dispara las ventas de viagra (a posteriori), y pedalean abrevando bebidas isotónicas que matan todo sentido del gusto.
A mí me han despertado a menudo en sus paseos matutinos. Acostumbran acercarse a las inmediaciones de mi torre poco después que yo haya regresado de juerga. Se asoman al cercano precipicio y gritan como ocas para comunicarse el nivel de pulsaciones de su soso corazón. Cuando hago el titánico esfuerzo de levantarme y les amenazo blandiendo el sable de marina de un antepasado almirante, se ponen a sacarme fotos que luego enseñarán en sus casas como un reclamo turístico más de la loca Ibiza. Cuando les digo que se vayan con viento fresco, me invitan a beber gatorade y a modificar mis prehistóricos hábitos de vida. Cuando les tiro un par de piedras, entonces cogen las horribles bicicletas y se marchan comentando lo bien que les viene mi etílica puntería para mejorar el sprint y la velocidad de reacción.
Además, casi siempre son gordos y feos que quieren quitarse las grasas propias de Moby Dick, o musculitos narcisos que debieran asomarse más a las aguas. Inaguantables criaturas solo aptas para encerrarse en un gimnasio.
¿Por qué no se fomenta más la hípica? El caballo, hijo del viento del sur, es el animal más hermoso del mundo. Y jinetes y amazonas siempre han tenido mejor gusto que los ciclistas. Nunca se acercan a mi torre a horas intempestivas, sino que vienen con la hora encantada de la puesta de sol. Gracias a Dios no son abstemios y se les puede invitar a vodka y a un cubo de agua dulce y terrones de azúcar para su montura. Las amazonas acostumbran ser sensuales, bellas y volubles; o al menos tienen la elegancia de las que saben dominar una bestia entre sus piernas. ¡Nada que ver con las sufridas pedaleadoras que montan un sillín sin vida ni esperanza!
El romanticismo de las amazonas va mucho más allá de ver a Bo Derek desnuda sobre un semental de Terry. Uno se enamora de ellas fácil y desesperadamente. Te hacen volver al tiempo de los trovadores y resucitan el galanteo, algo inexistente en la mediocridad del amor discotequero y la deportividad de los ciclistas que solo fornican para quemar calorías.
Amo a las amazonas.
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