lunes, 25 de marzo de 2013



CONVERSACIONES INDICAS

El concejal roba como el buey muge, escribía Julio Camba con coña gallega, fresca y marinera. Eso les explico a mis amigos omanís mientras navegamos desde la hermosa Lamu rumbo a Zanzíbar en un estilizado dhow tan veloz como bien pertrechado: ginebra, ron, té, el khat que se masca y mantiene los ojos abiertos, y un bazooka por si encontramos algún pirata indeseable.
 Ellos están convencidos de la santidad de la clase política occidental mientras despotrican contra la suya propia. Así que les explico que en España un tractorista o una enfermera necesitan cotizar cuarenta años para conseguir una humilde pensión (que encima puede ser recortada tanto por gobiernos socialistas como por conservadores), mientras que la clase política, aunque haga su trabajo de manera espantosa, se lleva una jugosa pensión vitalicia tras apenas unos meses en el cargo. 
Entonces los marineros responden que en su país los políticos no necesitan siquiera meses, pues cobran la mordida antes de aprobar cualquier proyecto. Que están tan poco seguros de la pensión que pueden llegar a cobrar con la inestabilidad africana, que quieren asegurarse su pensión por adelantado. “Ya sabes— me dicen—, somos el Tercer Mundo, tal y como nos han marcado a fuego en la espalda”.
Naturalmente respondo que en el autodenominado Primer Mundo, también pasa lo mismo. Que tenemos una organización política de mega-rateros en Bruselas que se pavonean con sus prebendas mientras descuidan sus deberes en una nueva aplicación del todo para el pueblo pero sin el pueblo, y  encima sin modales versallescos.
En un recodo de los mangraves mi barman prepara el más delicioso Plantas Punch que pueda probarse en los trópicos. Los marineros nos miran, pero no nos juzgan. Es lo bueno de ser un infiel. Comprenden nuestro disfrute tanto como nosotros disfrutamos de su cantarina compañía. Ellos no comparten nuestras creencias, pero tampoco quieren imponernos las suyas. En otro caso abandonaríamos tales latitudes inmediatamente. Tal y como se está produciendo un éxodo de hedonistas de la hasta hace poco gozosa Europa, que necesita de vez en cuando de un toro bravo y divino para raptarla.
La reciente guerra al placer destruye la iniciativa emprendedora que tanto necesitamos en estos tiempos críticos. El Renacimiento fue la placentera plataforma a la era moderna. Si Europa quiere transformarse en una prohibitiva pequeña burguesa en lugar de la gran dama (y a veces fulana) que es por naturaleza, entonces, con el no smoking, no alcohol, impuestos de Shylock y maraña legislativa nos hundiremos en un medievo tan triste como poco placentero.
Otro Plantas, por favor.

lunes, 18 de marzo de 2013

imagenes/El lago Kivu - Zaire.jpg


 
 
LAGOS DE LECHE

En Ruanda los políticos corruptos son invitados a beber un vaso de leche envenenada. ¿No sería buena idea ofrecer a sus colegas europeos una copa de vino con posos de arsénico? De esa manera la paquidérmica administración funcionaría mucho mejor y la secta política ganaría dignidad.
Ruanda aparece como un país lleno de oportunidades, pero no quieren abrirse al turismo de masas que prostituye todo cuanto toca. Muchos peregrinan para ver los gorilas en la niebla e incluso hay potentados que son portados en una litera por abruptos senderos, como si fueran la reina de Saba.
Los ruandeses (hutus y tutsis: some are more equals than others) son altos y elegantes. Los cuartos de baño tienen los orinales a una altura imposible de alcanzar para el europeo medio siquiera de puntillas. Ellas son enigmáticas y fascinantes, como la reina hechicera Ayesha, “She who has to be obeyed”. La gastronomía no es tan buena como en su vecino Congo, aunque empiezan a mimarla. La razón es que los ruandeses son “dioses caídos del cielo” y consideraban el humano acto de comer como algo vergonzoso que había que hacer a escondidas.
Aunque los limitados turistas solo hablan de sus gorilas, es tierra llena de maravillas. Hoy Ruanda vive una bonanza económica formidable y las calles de sus pueblos están más limpias que cualquier barrio de Ginebra, también conocida como Calvingrad.
Tras unas aventuras en Kigali, y gracias a esas deleitosas amistades de los bares, un helicóptero me llevó hasta la región de Nyungwe, en el suroeste del país, muy cerca del portentoso lago Kivu y la frontera con el Congo. Tal lago, a mil quinientos metros de altura, es una de las maravillas del mundo. Sus dimensiones dejan sin aliento y la multitud de islas que lo salpican abren la imaginación a odiseas digas de Allan Quatermain.
Durante un glorioso atardecer me acerqué a la Isla de los Murciélagos entonando arias de Verdi y mariachis para despertarles. Afortunadamente no abandonaron sus cuevas, pues son grandes como la big sumatran rat. En cambio acudieron muchas vacas lustrosas, con un aire tan alegre como melómano.
La navegación por el Kivu es un punch sensorial a la percepción europea. Sus dimensiones colosales desafían la imaginación y uno se encuentra exclamando como Orellana al surcar el Amazonas: ¡Santa María, cuánta belleza!
En sus orillas se levantan palacetes y cabañas. Está rodeado de un circo montañoso con cuidados cultivos, con bohíos donde los campesinos trabajan su tierra privilegiada, en cuyas entrañas se guardan minerales que la industria de occidente ansía.
 Nyungwe es un paraíso naturalista con árboles majestuosos que abren su copa en forma maravillosa, como una de esas copas de champagne a medida –para delicia de monarcas borbones y poetas malditos— de los pechos de la Pompadour. Monos y leopardos se reparten con el hombre estos bosques, y cuando la lluvia cae hay una musicalidad, una watermusic soñada por Haendel, que acerca al paseante con los dioses caídos del cielo en esta tierra sagrada.
A punto estuve de ser un explorador perdido, pero la petaca de vodka que siempre me acompaña es un antídoto contra la fatiga y pude regresar al civilizado lodge. Los senderos son vertiginosos y se pierden en la lluvia, pero cuando escampa los colores y cantos selváticos te inundan todavía con más fuerza. Mi guía, que se llama Julio César, dice que el suelo del bosque está lleno de oro, pero que prefieren respetar la naturaleza pues ya tienen demasiadas minas.
 Es fácil contagiarse de la vibración marcial y poética que se respira en estas regiones.
Aunque es más recomendable beber vodka que leche.

 

viernes, 8 de marzo de 2013

GOZOS Y SOMBRAS

Ilustración: Adolfo Arranz

Abandono la hermosa Lamu por unos días ya que se ha llenado de políticos gordos, aficionados a espías, bandas de rednecks y legiones de periodistas que solo beben cocacola (en público). Inauguran la carrera por el puerto más importante de la costa este africana, donde desembocará un oleoducto  –si lo permiten los señores de la guerra— con todo el petróleo sudanés. Acuden gobernantes de Kenia, Uganda, Etiopía y Sudán del Sur, países que se verán revolucionados por este megaproyecto.

Así que me he acercado de nuevo a la misteriosa Mombasa, cuyo  puerto legendario será amenazado por un nuevo competidor. Recorro las ruinas de un impresionante fuerte portugués (tras la gesta de Vasco de Gama se apropiaron durante siglos de esta costa especiada) y colosales baobab de ochocientos años. 

Los portugueses se mezclaban con las indígenas. Es cierto que no tanto como los españoles en el Nuevo Mundo, pero al fin y al cabo son también íberos y latinos y gustan de la aventura sensual. Cuenta Bernal Díaz del Castillo en sus crónicas indias que la conquista fue posible gracias al amor de sus mujeres, que gustaban de los barbudos españoles por su ternura en el lecho. Hubo muchas Malinches salvadoras de corteses soldados que gustaban ser abrazadas tras la cópula amorosa, y eso las extasiaba.

Por eso mismo me sorprendió encontrar a un temeroso íbero en la discoteca más conocida de Mombasa: il Corvo. La música y los incontables Plantas Punch invitaban a la danza y un hombre se me acercó con la confianza que dan el mismo color de piel y una lengua común. Estaba sorprendido de verme en compañía de una kikuyu portentosa y se ofreció a presentarme a unas orondas suecas que palmoteaban como focas en la pista. Ni siquiera Rubens hubiera accedido a pintar sus redondeces. Tal vez Botero, pero eso es porque el artista colombiano no conoce límites. “¿Cómo es posible que pienses que vaya a acercarme a semejantes adefesios teniendo al lado a esta elegantísima pantera?”, pregunté. Entonces el íbero (sigo sin poder creer sus melindres, debía ser un solapado con sangre sajona) se mostró como golpeado por un puño moralista. Me puso en guardia contra las peligrosas mozas del corazón de las tinieblas, enfermedades, robos, que luego aparece un hermano-marido pidiendo dinero, etcétera. 

Quien cuenta los costes del gozo, no se merece el paraíso. Así que hice caso omiso de su alarmismo y la aventura resultó fascinante. Y ella, magníficamente educada, con il tempo que fa passare l´amore (mientras que l´amore fa passare il tempo) me otorgó el título de vagabundo sensual.

Pero antes escapamos al norte, rumbo a Kiwayu, con la esperanza de esquivar a los que llevan el machete escondido en el bolsillo. En esta isla, cuando bajo a la orilla me creo Moisés atravesando el mar Rojo. La razón es que hay millones de cangrejos copulando en las auríferas arenas y cada vez que la kikuyu y este nada humilde cronista se acercan a la espumosa orilla, provocan un coitus interruptus multitudinario. Los cangrejos se retiran como el oleaje bíblico, dejándonos vía libre para nadar en las aguas turquesas donde habita la medusa portuguesa, esa que cuando pica, pica de verdad.

La luna ha salido y un cangrejo ha mordido el dedo gordo de la kikuyu. Hay una vibración especial en el aire nocturno y puedo intuir una sabiduría primitiva y joven.