LAGOS DE LECHE
En Ruanda los políticos corruptos son invitados a beber un
vaso de leche envenenada. ¿No sería buena idea ofrecer a sus colegas europeos
una copa de vino con posos de arsénico? De esa manera la paquidérmica administración
funcionaría mucho mejor y la secta política ganaría dignidad.
Ruanda aparece como un país lleno de oportunidades, pero no
quieren abrirse al turismo de masas que prostituye todo cuanto toca. Muchos
peregrinan para ver los gorilas en la niebla e incluso hay potentados que son
portados en una litera por abruptos senderos, como si fueran la reina de Saba.
Los ruandeses (hutus y tutsis: some are more equals than
others) son altos y elegantes. Los cuartos de baño tienen los orinales a una
altura imposible de alcanzar para el europeo medio siquiera de puntillas. Ellas
son enigmáticas y fascinantes, como la reina hechicera Ayesha, “She who has to
be obeyed”. La gastronomía no es tan buena como en su vecino Congo, aunque
empiezan a mimarla. La razón es que los ruandeses son “dioses caídos del cielo”
y consideraban el humano acto de comer como algo vergonzoso que había que hacer
a escondidas.
Aunque los limitados turistas solo hablan de sus gorilas, es
tierra llena de maravillas. Hoy Ruanda vive una bonanza económica formidable y
las calles de sus pueblos están más limpias que cualquier barrio de Ginebra, también
conocida como Calvingrad.
Tras unas aventuras en Kigali, y gracias a esas deleitosas
amistades de los bares, un helicóptero me llevó hasta la región de Nyungwe, en
el suroeste del país, muy cerca del portentoso lago Kivu y la frontera con el
Congo. Tal lago, a mil quinientos metros de altura, es una de las maravillas
del mundo. Sus dimensiones dejan sin aliento y la multitud de islas que lo salpican
abren la imaginación a odiseas digas de Allan Quatermain.
Durante un glorioso atardecer me acerqué a la Isla de los
Murciélagos entonando arias de Verdi y mariachis para despertarles.
Afortunadamente no abandonaron sus cuevas, pues son grandes como la big
sumatran rat. En cambio acudieron muchas vacas lustrosas, con un aire tan
alegre como melómano.
La navegación por el Kivu es un punch sensorial a la
percepción europea. Sus dimensiones colosales desafían la imaginación y uno se
encuentra exclamando como Orellana al surcar el Amazonas: ¡Santa María, cuánta
belleza!
En sus orillas se levantan palacetes y cabañas. Está rodeado
de un circo montañoso con cuidados cultivos, con bohíos donde los campesinos
trabajan su tierra privilegiada, en cuyas entrañas se guardan minerales que la
industria de occidente ansía.
Nyungwe es un paraíso
naturalista con árboles majestuosos que abren su copa en forma maravillosa,
como una de esas copas de champagne a medida –para delicia de monarcas borbones
y poetas malditos— de los pechos de la Pompadour. Monos y leopardos se reparten
con el hombre estos bosques, y cuando la lluvia cae hay una musicalidad, una
watermusic soñada por Haendel, que acerca al paseante con los dioses caídos del
cielo en esta tierra sagrada.
A punto estuve de ser un explorador perdido, pero la petaca
de vodka que siempre me acompaña es un antídoto contra la fatiga y pude
regresar al civilizado lodge. Los senderos son vertiginosos y se pierden en la
lluvia, pero cuando escampa los colores y cantos selváticos te inundan todavía
con más fuerza. Mi guía, que se llama Julio César, dice que el suelo del bosque
está lleno de oro, pero que prefieren respetar la naturaleza pues ya tienen
demasiadas minas.
Es fácil contagiarse
de la vibración marcial y poética que se respira en estas regiones.
Aunque es más recomendable beber vodka que leche.
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