Ilustración: Adolfo Arranz
Abandono la hermosa Lamu por unos días ya que se ha llenado de políticos gordos, aficionados a espías, bandas de rednecks y legiones de periodistas que solo beben cocacola (en público). Inauguran la carrera por el puerto más importante de la costa este africana, donde desembocará un oleoducto –si lo permiten los señores de la guerra— con todo el petróleo sudanés. Acuden gobernantes de Kenia, Uganda, Etiopía y Sudán del Sur, países que se verán revolucionados por este megaproyecto.
Así que me he acercado de nuevo a la misteriosa Mombasa, cuyo puerto legendario será amenazado por un nuevo competidor. Recorro las ruinas de un impresionante fuerte portugués (tras la gesta de Vasco de Gama se apropiaron durante siglos de esta costa especiada) y colosales baobab de ochocientos años.
Los portugueses se mezclaban con las indígenas. Es cierto que no tanto como los españoles en el Nuevo Mundo, pero al fin y al cabo son también íberos y latinos y gustan de la aventura sensual. Cuenta Bernal Díaz del Castillo en sus crónicas indias que la conquista fue posible gracias al amor de sus mujeres, que gustaban de los barbudos españoles por su ternura en el lecho. Hubo muchas Malinches salvadoras de corteses soldados que gustaban ser abrazadas tras la cópula amorosa, y eso las extasiaba.
Por eso mismo me sorprendió encontrar a un temeroso íbero en la discoteca más conocida de Mombasa: il Corvo. La música y los incontables Plantas Punch invitaban a la danza y un hombre se me acercó con la confianza que dan el mismo color de piel y una lengua común. Estaba sorprendido de verme en compañía de una kikuyu portentosa y se ofreció a presentarme a unas orondas suecas que palmoteaban como focas en la pista. Ni siquiera Rubens hubiera accedido a pintar sus redondeces. Tal vez Botero, pero eso es porque el artista colombiano no conoce límites. “¿Cómo es posible que pienses que vaya a acercarme a semejantes adefesios teniendo al lado a esta elegantísima pantera?”, pregunté. Entonces el íbero (sigo sin poder creer sus melindres, debía ser un solapado con sangre sajona) se mostró como golpeado por un puño moralista. Me puso en guardia contra las peligrosas mozas del corazón de las tinieblas, enfermedades, robos, que luego aparece un hermano-marido pidiendo dinero, etcétera.
Quien cuenta los costes del gozo, no se merece el paraíso. Así que hice caso omiso de su alarmismo y la aventura resultó fascinante. Y ella, magníficamente educada, con il tempo que fa passare l´amore (mientras que l´amore fa passare il tempo) me otorgó el título de vagabundo sensual.
Pero antes escapamos al norte, rumbo a Kiwayu, con la esperanza de esquivar a los que llevan el machete escondido en el bolsillo. En esta isla, cuando bajo a la orilla me creo Moisés atravesando el mar Rojo. La razón es que hay millones de cangrejos copulando en las auríferas arenas y cada vez que la kikuyu y este nada humilde cronista se acercan a la espumosa orilla, provocan un coitus interruptus multitudinario. Los cangrejos se retiran como el oleaje bíblico, dejándonos vía libre para nadar en las aguas turquesas donde habita la medusa portuguesa, esa que cuando pica, pica de verdad.
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