CÓCTELES LÁCTEOS
El kasikazi ruge como Simba en la sabana y ha arrastrado
nuestro dhow a la orilla de la costa somalí. El viento es tan salado como un
tequila y resulta ciertamente embriagador, pero algo en el aire guarda una
promesa dulce. Los aviones espía de los yanquis sobrevuelan nuestras cabezas
mientras unos indígenas se acercan con paso elegante. ¿Qué aventuras nos
ofrecerá esta escala? ¿Un pirata bebedor de palm wine que corta la garganta
como una cimitarra? ¿O tal vez unas huríes capaces de endulzar el océano Indico
con una sola gota de su saliva? (Algún día las fotos satélite serán enviadas a
la oficina para probar tales experiencias).
Son en realidad los pastores de un rebaño mixto de saltarinas
cabras y vacas escuálidas que se acercan hasta el mar para tomar sales de baño.
La sal permite que no se deshidraten y da una consistencia especial a la leche
que estas generosas y sencillas gentes nos obsequian. Mi barman propone
inmediatamente un Irish Coffe y debo reconocer que el puntito de leche caprina
se adereza maravillosamente con el Bushmills. Mientras tanto, nuestros
anfitriones mascan el khat que les ayuda a digerir las escasas calorías del
día.
Ha caído la noche y compartimos unos atunes pescados antes de
que saltara el kasikazi. La pesca local es más fácil desde que los fieros
piratas abordan a las flotas de altura. Los cantos calman al viento y el
crepitar del fuego alienta la conversación. Un viejo pastor, que sabe mucho más
de lo que aparenta, me cuenta la razón de que alguna gente de la costa este
africana posea rasgos orientales: Los chinos hicieron unas curiosas
expediciones hace quinientos años, entre 1405 y 1453. Las mandaba el almirante Zheng He, un eunuco
musulmán de origen mongol. Navegaban en 37 gigantescos juncos, de una dimensión
diez veces mayor a los barcos europeos del mismo tiempo. Pero entonces China renunció
al imperialismo, convencida de que el resto del mundo no estaba maduro para
ella. Se encerraron tras su muralla, considerando al resto del planeta como una
panda de bárbaros. Hasta hoy, que parece que sí que están interesados, porque
te los encuentras por todo África construyendo carreteras a cambio de
concesiones mineras.
Amanece, y la subida
de la marea ha liberado el dhow, que navega nuevamente alborozado. Pero la
ausencia de ginebra nos obliga a desviar el rumbo y hacer una parada
estratégica antes de enfilar a Zanzíbar, tal vez en Watamu o Malindi, esa
franja tan inundada de italianos como Formentera en ferragosto.
Gracias a los cocos que nos arrojaron unos noctámbulos
chimpancés, mi barman prepara a bordo
una sorprendente piña colada, un cocktail que yo creía para señoritas, pero que
es refrescante, potente y vitamínico. Cierto es que pone triple de ron antes
que leche de coco, y así la copa permite admirar mejor la playa kilométrica de
arenas blancas, como una mulata de sonrisa de caimán cortejada por Corto
Maltés.
¿Qué más da el destino cuando se goza de una buena travesía?
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