COCAINA
CON CHURROS
“El
Congreso de Viena no avanza, sino que danza”. O eso escribió el príncipe de
Ligne, asombrado de las intrigas del cínico jugador Talleyrand (la traición es
una simple cuestión de fechas) y el antirrevolucionario Metternich, los cuales se
comunicaban secretos de estado por medio de sus hermosas amantes, que para
mayor comodidad eran hermanas. Al mismo tiempo la mujer de Castlereagh se ceñía
la liga de la Jarretera
a la cabeza y el aburrido rey de Dinamarca, para ponerse a tono con el ambiente
mundano, a la fuerza tuvo que tomar una amante, que al poco se volvió loca
porque en su púbica vanidad llegó a creerse la propia reina. Mientras, el
poderoso Zar estaba enredado con los encantos de cosaca de la sanguínea princesa
Bragation…
Pero
la política actual nada sabe de danza sino que solo tropieza para caer atrás,
allá por el tiempo de las tribus nacionalistas, los complejos sociales y las
venganzas proletarias. Aunque eso solo es una pantalla, pues da la sensación de
que la política es el Port Royal de los modernos piratas que esquilman la cosa
pública. ¿Vendrá un tsunami que limpie la cosa pública? Como el capitán Kidd,
encima fingen ser pluscuamperfectos y sacrificarse por la sociedad.
Naturalmente ya a nadie engañan, y la clase política es la peor considerada en
el país de la picaresca. Que ya es decir.
Con semejante panorama también leemos que España es el mayor consumidor de
cocaína de Europa. Como tal dato se repite cada año, ya hemos dejado de
sorprendernos. Ramiro de Maeztu decía que somos el país de la cocaína con
churros y en eso tampoco hemos cambiado: La
vulgaridad rodea a esta droga que solo los cursis califican de glamurosa.
Además, casi nada tiene ver con la sagrada hoja de los Andes.
Cuando estuve viviendo en
Cuzco y a punto de despeñarme por el Camino del Inca que me llevaba a la cuna
del relámpago, Machu Picchu, sin mezclarme con los aborregados turistas que
subían en autobús desde Aguas Calientes, mascaba las hojas y, además de pisco,
tomaba mate de coca a todas horas. Conjura el mal de altura y da una cierta
euforia que ayuda a no perderse entre los ojos verdes de la selva peruana. Pero
la mezcla artificial que venden los camellos es solo un bluf más: la química
propia de los laboratorios clandestinos la adultera y destroza el sistema
nervioso de sus clientes, infelices que piensan estar burlando a un Sistema
cuando se están machacando a sí mismos.
La única salida es
legalizarla, como los churros.