lunes, 14 de octubre de 2013


CHARLAS DIVINAS
Los ateos siempre están hablando de Dios. En un paseo por Regensburg, cuna del retirado Benedicto XVI, mi apetito religioso fue inspirado por las vistas sobre el Danubio, y comencé a devorar unas deliciosas salchichas y  heladas jarras de cerveza. Como son largas mesas de madera donde quien quiera puede sentarse, un pelmazo ex-luterano se hizo cruces al escuchar mi acento español y empezó a tratar de convertirme a su pesadilla existencialista.
Los ateos pretenden no ser creyentes porque no quieren conformarse con la natural estructura de la humanidad; es su rebelión espiritual de un alma que estúpidamente niegan. Pero por la noche, en la soledad de sus duras camas, rezan en secreto. Y a la mañana siguiente continuarán contradictoriamente su sermón de la nada.
Los católicos rezamos a María, el Eterno Femenino que fue de nuevo recuperado por los trovadores con su culto a la Dama en el siglo XII. También podemos confesarnos y recrearnos con las maravillosas obras de arte que decoran los templos. La belleza siempre convence. Esa es nuestra gran ventaja respecto a los protestantes, que se negaron a seguir financiando la hermosa corrupción del Renacimiento y crearon su propio centro de negocios. Por ejemplo Suiza, el país del chocolate y el dinero, es lo que es gracias a la Reforma: La hermosa ciudad de Ginebra es hoy conocida por los iniciados como Calvingrad.
En cuanto el ateo se largó escandalizado diciendo que los españoles no tenemos remedio, pues le dije que me aburría mortalmente, proseguí mi lectura de El Danubio, de Claudio Magris. Abrí el libro al azar y encontré este maravilloso pasaje: “No es necesaria de fe en Dios, basta la fe en las cosas creadas, que permite moverse entre los objetos persuadido de su existencia. Quien duda de sí mismo está perdido, al igual que quien, temiendo no hacer el amor, no lo consigue. Se es feliz junto a las personas que hacen sentir la indudable presencia del mundo, así como un cuerpo amado proporciona la certidumbre de esos hombros, de ese seno, de esa curva de las caderas y de su onda que se sostiene como un mar. Y quien no tiene fe, enseña Singer, puede comportarse como si creyera; la fe vendrá después”.
Es bueno sentirse dionisiaco, cabalgando sobre leopardos en la rueda del éxtasis de la energía y sin hacerse pedazos.
 Aunque al final todo está bien, y si no lo está, es que no es el final.

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