ESTETAS,
LOCOS Y DESNUDOS
Un
puritano nada tiene que ver con la pureza. Es tan solo un envidioso cabestro
que no se atreve a vivir plenamente. El filósofo abulense George Santayana
luchó toda su vida contra las tonterías que le había inculcado la rígida moral
bostoniana. Al final se refugió en Roma, donde daba clases magistrales y
recordaba las palabras bárbaras de Fausto: “No he hecho más que recorrer el
mundo y que coger por los pelos cada uno de mis antojos. He abandonado lo que
no me satisfacía; no he retenido lo que se me escapaba”.
John Ruskin fue un esteta absoluto que chocó
con la sordidez del mundo industrial. Amaba la belleza de las estatuas, pero
tenía miedo a la sensualidad vital. Y como en sus visiones no estaba Rodin
esculpiendo a las amantes del “español de América” Enrique Gómez Carrillo; y Praxíteles
o Miguel Angel no mostraban vello púbico en sus divinas esculturas, pues
Ruskin, educado en la rigidez puritana, salió huyendo de su mujer en la noche de bodas, cuando por primera
vez que se le apareció desnuda a lo mato grosso.
Ruskin, como buen inglés, prefería la Venus Calipigia y jamás pudo soportar la presencia de un
coño ad hoc, y, aunque abrazaba a las frías estatuas bajo la luna veneciana, se
fustigó con la abstinencia sexual. Naturalmente tal represión acabó por
volverle loco y, durante una conferencia en Oxford, el usualmente circunspecto
erudito acabó cantando, danzando y
esbozando gestos obscenos. Sus nervios finalmente se habían roto, y el genial
autor de The Stones of Venice se abrasó en el fuego divino de la locura.
Tal
vez debiera haber leído la
Salida a la Luz ,
del Libro de los Muertos egipcio:
Siempre hice lo que deseaba
las uvas
empapadas de rocío
exprimía y bebía sin tardanza
para refrescar mi corazón.
Olvidé
el mal, recordé la felicidad,
y he cantado hasta este día
que abordo el país amante del silencio.
Gerard
de Nerval sí lo hizo. Tal vez por eso, cuando alguien le recriminaba que no
tenía religión, el poeta contestaba que al menos tenía diecisiete. Florence Delay se lo imagina como un derviche de un poema de Kayguruz Abdal que, al ver acercarse a Jesús, exclamó: "¡Oh, Dios mío! ¡Si es una persona encantadora! ¿Quién será? Se saludaron y juntos persiguieron al diablo.
Pero
el bondadoso Nerval, unicornio marino que no estaba hecho para pisar la profana
realidad, también enloqueció; y le detuvieron desnudo y cantando, caminando
hacía una estrella en mitad de la noche parisina. Venía de amar a la cantante
Jenny Colon, la sirena cuyo canto escuchaba en la gruta del teatro, su reina de
Saba en la cama que adquirió con la salamandra de Francisco I.
Hay
un cierto placer en la locura que solo el loco conoce.
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