PLUTÓCRATAS
Es más difícil ser alguien que hacer algo. Los tabloides
ingleses se refieren a Ibiza como la isla de los plutócratas, calificación llamativa
para una mayoría sin talento más allá de las finanzas. La otra noche, invitado
por una modelo feminista que quería experimentar, recalé en una villa de
arquitectura pastelera custodiada por diez gorilas armados. Alquilaban unos exitosos
mamones de la teta de internet. Gente superficialmente amable, con cultura de
revista y sin personalidad. El primer dato para salir huyendo era que servían
las copas en vasos de plástico. El segundo, que la conversación era inexistente
y el vacío se llenaba con música electrónica. El tercero, que sirvieron un
pescado que jamás había visto el mar.
Pero mi voluntad de escapar quebró cuando a la casa llegaron
treinta rubias vertiginosas con acentos de más allá de Volga. Ellas sí tenían conversación y
la chispa iluminaba su mirada superviviente. Eran tiernas y duras a la vez, con tipos que iban de una odalisca circasiana a la Odette del Lago de los Cisnes.
Parecían salidas de un cuento de Pushkin y bebían vodka de forma estremecedora,
sin perder el equilibrio en sus imposibles stilettos. Defendían una teoría
social fascinante: El mundo se está llenando de zombis. Igual que el cine. Son
los no-muertos sin cerebro ni alma que desean contagiar su sordidez existencial.
Parecen vibrar cuando toman una pastillita hecha con anestesia de caballo y se
agitan a ritmo bakalao. Pero sólo es un espejismo tecno. Mientras tanto ellas se
aprovechan. Con lo que ganan en el verano ibicenco pueden comprar una casita en
su pueblo, casarse con el novio de su perdida adolescencia y aumentar su
colección de zapatos.
Cuando pensaba que la cosa acabaría en una orgía memorable, los plutócratas me dieron la puntilla. Era obligatorio ir a una
macrodiscoteca hasta el amanecer. Tenían reservadas cinco mesas por las que
habían adelantado cien mil euros. Las rubias eran parte del show-off, de
dejarse ver, de retrasar los placeres de la cama a la que tienen terror pues se
han educado en el sexo virtual. Entonces sí escapé rumbo a algo más tangible.
La frivolidad puede
ser un arte, como demostraron los libertinos del XVIII, pero hoy domina una
estupidez aburridísima. En el bar del Golden Hirsch, poco antes de que Plácido
Domingo contagiara un torrente vital a Salzburgo, otro plutócrata muy diferente
(cum laude en ars vitae) me confesaba que en la humanidad solo cuentan un dos
por ciento. Y que este invierno asistiremos a una revolución en las ciudades
europeas con la aplicación de nuevas medidas de control de masas.
Seguiré de hippie en Ibiza.