FASCINANTES HETAIRAS Y RAMALAZOS ORIENTALES
Ya tenemos los cielos
de septiembre y con ellos un tipo diferente de guiri que huye de la
masificación, que sabe navegar y fondear sin necesidad de comprobar quién la
tiene más grande (nos referimos a la embarcación, por supuesto), al que no le
cuelan fácilmente un pescado que jamás vio el mar (como hacen en la mayoría de eso
que llaman beach-clubes) y que sabe devolver una botella de vino acorchada al
asombrado maître.
También hay ramalazos orientales. Los chinos que vienen a
hacer turismo todavía se cuentan con los dedos, aunque en Baleares este pasado
agosto hemos sufrido los horrores de la superpoblación. De momento vienen
delegaciones que quieren aprender nuestro know-how turístico. Como no son
tontos, enseguida se dan cuenta de que nuestro principal reclamo es la belleza
natural. Por eso no comprenden que el gobierno permita unas peligrosas
prospecciones petrolíferas que amenazan el modus vivendi Balear. Si quieren
contaminación, ya se quedan en Shangai.
¿Pero por qué querrían hacer turismo los mil millones de
chinos? En el año 1421 el almirante Zheng He navegó los siete mares y a su
vuelta el emperador dictaminó que el resto del mundo era demasiado bárbaro y no
interesaba. Construyeron la Gran Muralla, alimentaron una cultura formidable y
quisieron estar tranquilos. Lo consiguieron relativamente hasta que los
ingleses—mucho peores que las hordas mogolas— les obligaron a traficar con
opio.
En el caso japonés, una isla feudal que tampoco quería saber
nada del mundo exterior, fueron los cañones estadounidenses del Comodoro Perry
los que les obligaron a abrirse. Han exportado tecnología, sushi, coches y la
manía de fotografiarlo todo, pero todavía no nos han convencido con su
interminable ceremonia del té.
Ni los chinos practican ya la encorsetada etiqueta de Chou Li
ni los nipones mantienen el Bushido. Pero ambas naciones siguen considerando a
los occidentales como unas tribus bárbaras que, para su desgracia, han logrado
la hegemonía militar.
Los hindúes también son minoría a la hora de coquetear con
Baleares, aunque uno de ellos tiene el récord de espléndido al dejar una
propina de cien mil euros tras una velada en el ibicenco Ushuaia.
Eso que decía Kipling de que Oriente y Occidente son
demasiado diferentes y jamás se encontrarán, todavía se mantiene. El mundo,
pese a la globalización turística, sigue siendo muy grande aunque, a veces, en
algunos puntos calientes—como nuestro archipiélago—semeje un pañuelo.
Si a Ibiza venían a divertirse los hijos de Gadafi y el
churumbel de Obiang, ahora también acuden muchos angoleños y mozambiqueños que
experimentan una revolución económica en sus países. Y, tras el paso del
Ramadán –que ha vuelto a caer en agosto, para desesperación de relaciones
públicas-púbicas—regresan los árabes a disputar las mejores mesas a los rusos.
En medio del derroche que acostumbra al lujo más o menos hortera,
la prostitución vive días dorados. El circuito que hay entre Lío, Cipriani y
Pachá recuerda al malecón de La Habana, solo que estas jineteras tienen acentos
del este y sueñan colarse en algún yate (no precisamente a modo de balsera). La
irrupción de estas profesionales, cum laude en artes amatorias, muestra que el
sexo sigue siendo una mercancía inseparable del turismo. Mejor que estén ellas
antes que tantas agencias de modelos, cuyos directores envían a cándidas
niñatas (bueno, a veces no tan cándidas) a decorar las cenas de algún potentado
que no sabe pescar por sí mismo.
No contamos todavía con burdeles de la categoría del
austriaco Babylon, pero ya hay planes para el próximo verano. Como Ibiza es
mágica, cada vez que una madame abre un garito, el cuento de Pretty Woman
quiere repetirse y, ocasionalmente, el tiburón se enamora de la sirena. Todavía
echamos de menos a esa portentosa jamaicana que conducía sin bragas un Morgan
descapotado…
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