LEGGEREZZA
No
es ya naif sino algo tan estúpido el pensar que alguien solo merece la pena
porque tiene metas laborales y sufre endemoniadamente con el castigo bíblico de
ganar el pan con el sudor de su frente (o del de enfrente), y catalogar de
balas perdidas a los que dilatan el tiempo aún más que los relojes dalinianos
tomando el sol y bebiendo vino voluptuosamente…
¿Quién sabe? Tal vez con esta crisis ya no se
dé tanta importancia a la filosofía predadora, se comprenda que trabajo es un
término que viene del latino instrumento de tortura trepalium, y el hombre renazca virgilianamente, gozando
de los placeres que la vida pone a su alcance.
“La ligereza –escribe Stephan Zweig—es el
último amor de Nietzsche, la suprema medida de todas las cosas; lo que da
ligereza y salud es bueno, ya sea en el alimento, en el espíritu, en el aire,
en el sol, en el paisaje o en la música. Lo que eleva, lo que hace olvidar la
pesadez y la oscuridad de la vida y la fealdad de la verdad, solo es fuente de
gracia.”
Hoy
tenemos necesidad de esa ligereza antigua y mediterránea, porque hay una
macabra maniobra global por entristecer el mundo, matar sus colores y tornarlo
todo aséptico y gris; necesitamos acentos límpidos, inocentes, alegres, felices
y delicados. Incluso frívolos y salvajes siempre que vibren con fuerza vital. Será
necesario que cantes, alma mía, para sobrevivir como el ruiseñor que no mira al
suelo desde la rama verde donde canta.
El
loco danzarín que se asoma para mirar el abismo dándose cuenta, con
involuntario erizar de los pelos, de que el abismo también mira a quien se
asoma, nos invita a cortejar la parte demoníaca, o sea aceptar la fuerza de lo
natural, el goce sin remordimientos, conocer la vida serena y alegre sin miedo
al infierno del desencanto. Eso es lo que te permite llegar a ser lo que
realmente eres.
Pero es imprescindible atreverse a ser libre.
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