Vislumbro Stephanplatz
y su maravillosa catedral, en cuyo interior encendí antes algunas velas por
aquell@s cuyos nombres no quiero revelar. Me encuentro en Do&Co Hotel,
fumando en el bar, admirando cómo un viejo amigo ibicenco, el conde Albi Clary,
acoge a los políticos más relevantes, deportistas de élite, estrellas de rock y
hace malabarismos con la aristocracia austriaca y los periodistas que disfrutan
sus copas. Qué magnífico Melting Pot.
La gente se mezcla y
charla animadamente antes de subir a almorzar (aunque comen a horas
intempestivas para un español, está claro que no han venido precisamente a
jugar al tenis) y disfruta del ambiente cosmopolita de un bar epicúreo y
tolerante.
Viniendo de Ibiza, el
tiempo vienés es sorprendentemente bueno. No podré quedarme demasiado tiempo,
pues tengo una agenda viajera trepidante. Mañana mismo salgo para Salzburgo, no
me puedo resistir, porque en noviembre está maravillosamente libre de turistas,
los restaurantes chinos están cerrados y las chiquitas son tan guapas como en
Viena.
Y luego me aguarda África, ese continente al
que Bush II denominaba un gran país. Me perderé el tradicional concierto de Año
Nuevo, que será dirigido por el maestro Daniel Baremboim. Pienso en tales fechas
porque al pie de la catedral ya hay un árbol de Navidad y el sentimiento
adelantado de los austriacos es contagioso.
Hubiera sido agradable
hacer parada y fonda en Libia, pues está en ruta, pero David Cameron y su amigo
Sarkozy fueron los últimos visitantes extranjeros del país. ¡Qué día tan
glorioso para Francia e Inglaterra cuando dieron la libertad a los libios! Después
de que parte de la media acusara a Gadafi—poco antes conocido como el mejor
amigo de occidente—de disparar a su propio pueblo, el aspirante a Churchill y
el petit Napoleón que está en el bolsillo superior de todos los franceses, con
la ayuda de la pacifista ministra Chacón, decidieron intervenir militarmente
para instalar otro gobierno.
Pero, ¿dónde están tan galantes
paladines ahora que Libia sufre una guerra civil? Se necesitarán décadas para
restablecer la normalidad y, mientras tanto, la gente muere en masa y la
formidable herencia arqueológica de un país riquísimo se destruye. No todo es
petróleo.
Confiemos que Israel no
quiera invadir en solitario Persia, porque perturbaría mucho mis viajes. Si tal
horror sucede no tendría más remedio que regresar volando a Viena y asistir al
concierto. Como sea, la música y el valiente Baremboim pedirán paz y armonía
para este mundo loco.
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