El viajero siempre encuentra aventuras al subir a Dalt Vila,
la polis más antigua de las Islas Baleares, habitualmente bronceada de silencios pero que estos días toma un baño de
multitudes y bulle inmersa en una feria medieval tan postiza como divertida.
Al escalar las cuestas de la ciudad vieja te das da cuenta
que los de antes debían estar muy en forma, no necesitaban suplementos
vitamínicos, ni hacer footing o ciclismo espantosamente ataviados con mallas
fosforescentes.
A no ser que uno siga el delirante entrenamiento del gallego
Ricardo Fernández, a base de nécoras y ribeiro, que marcha el domingo a correr
veintiún kilómetros por la ardiente Formentera (ya son ganas y aficiones
masoquistas, pero cada uno es como Dios le ha hecho y a veces incluso peor), la
subida al magnífico Dalt Vila es una dura prueba en la que son fundamentales
las tabernas que acogen al peregrino como un oasis en el desierto.
Los mercadillos y los escotes de las mozas también resultan
un magnífico empuje. Luego, cuando se ha coronado algún baluarte, invade un
olor a fritanga de calamares, morcilla, chorizo y un gentío que por su apetito
pantagruélico parece que lleva pasando hambre generaciones.
Mi aventura comenzó cuando en el Montesol, tomando un
vodkatonic (han puesto aberrantes sillas de plástico, pero al menos siguen
trayendo la botella a la mesa para servir la copa como Dios manda), una
estarlette, una mis Mayo de no hace demasiados años, se sentó a mi lado para
beber su ginebra. Naturalmente la charla fue ayudada por las brumas etílicas—lo
que el alcohol ha unido, que no lo separe el hombre—y decidimos dar un paseo medieval, con este nada humilde
cronista proyectando su derecho de pernada.
El paseo fue magnífico y agotador, pero las bien torneadas piernas
de miss Mayo realmente eran un aliciente que daba alas. Debo señalar que las
bestias que descansaban en una especie de pesebre eran los seres que mejor
olían de toda la feria. Pero era un gustazo sensorial y colorido caminar por un
Dalt Vila tan animado, ya libre de políticos con más hambre de foto que
cualquier aspirante a actriz.
Naturalmente dejé rienda suelta a mi pasión y la bofetada—no
se ganan tesoros sin riesgo—fue más moderna que medieval. Así que deambulé como
alma en pena hasta el bar Pereira, donde la noche siempre es joven, y la música
en vivo ahuyenta cualquier tristeza. Era medianoche y los políticos empezaron a
pegar su jeta electoral en los carteles.
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