Antes de regresar a mi isla, he dado una vuelta hechicera por
Sevilla, una de las capitales aromáticas y mágicas del mundo sensual—aquí hasta
las memorias de ultratumba continúan suspirando—, donde es fácil enamorarse en una noche o ser
apuñalado en el corazón.
Paseando a la vera del Guadalquivir, bajo la Torre del Oro,
una gitana de ojos verdes quiso leerme la mano. Olía a romero y esgrimía una
deslumbrante sonrisa de media luna y cimitarra. Su elegancia romaní eclipsaba al
rebaño de turistas que marchan en uniformizados vaqueros y atroces camisetas
con mensajes masificados. Yo deambulaba con una resaca de nueve puntos en la
escala Richter y su magia era precisamente lo que necesitaba para conjurar los
tambores de Little Big Horn, que martilleaban mi cabeza.
Lo que vio en la mano, no lo puedo contar, pero la suerte
hizo que esa criatura lunática me acompañase en mi paseo sevillano. Bebíamos en
cada taberna los vinos del Sur y sus ojos se tornaban de un verde opalescente.
“Y loca de horizonte mezcla en su vino lo amargo de Don Juan y lo perfecto de
Dioniso”.
Anduvimos tambaleantes y jacarandosos y cuando un ser abominable
quiso violarnos con una furtiva foto, la gitana pegó un soberbio guantazo a la
cámara impertinente, que salió por los aires. ¡One photo, hundred euros!,
espetó al triste ser que salió huyendo gritando: ¡Police, police! Lo cual me
pareció muy bien, pues detesto a los que creen tener derecho de foto sobre
todo, los mismos que se pierden la realidad tratando de congelarla.
La gitana me explicó que desprecia la fotografía tanto como
ama la pintura. Es una cuestión poética. Así que seguimos nuestro paseo y farra
y, rodeando fervorosamente la catedral, nos metimos en la Casa de la Provincia para
admirar la exposición (borrachera y arte van de la mano) de la mallorquina
Mercedes Gómez Pablos, “una de las pintoras más libres y divertidas de la
historia” (Mingote), “con su epifanía de la materia cada vez más cruda,
castigada y cierta” (Umbral), a la que han cantado Cela, Malraux, Neruda,
Valente, Bergamín, Hierro…
Ahí estaban el Vedrá y el Colomer, y yo quería sumergirme en
sus abismos azules, las flores envenenadas, los desnudos gimientes y
orgullosos, y una Jacinta diosa del eterno femenino no apto para tibios y
prudentes. La gitana tuvo un súbito
ataque de celos y abrió una navaja. Pero no pudo destrozar el cuadro y yo luzco
ahora una nueva cicatriz.
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