Cuando uno se encuentra en el paraíso, el limbo político
importa un bledo. Navegando por el Indico y fondeando en playas kilométricas,
donde la espuma de Afrodita es aún más poderosa y los sentidos ganan por
goleada a la razón, quedan muy lejos las gilipolleces catalanistas con su deseo
de mutilación de España, los berrinches impositivos y la maraña legal a la que
quiere condenarnos la nívea Europa.
No existe el ambiguo internet y el agua—la bebida más
peligrosa en estos climas ardientes, bendito sea el whisky—solo puede probarse
tras diez minutos de cocción. Los delfines saltan a la proa del dhow que baila
con las olas. ¡Qué curiosas y hermosas criaturas! De piratas que quisieron
burlar a Dionisos han evolucionado en un animal globalmente amado por todas
las culturas marineras. De Creta a Polinesia siempre hay una leyenda que afirma
que salvan a los náufragos acercándoles suavemente a la orilla. Bañarse a su
lado despierta nuevas ecos en la consciencia gracias a unas milagrosas
vibraciones que sanan las enfermedades de los niños. Buscan la compañía de los
marinos y son un canto de esperanza en alta mar. Para gozar de su alegre
compañía es imprescindible quitarse las gafas de sol, pues el reflejo les
incomoda.
A veces el dhow embarranca en un banco de arena que se mueve
a voluntad. Es el momento de jugar con el peso, balancearse y quedar libre. O
esperar a que suba la marea mientras se bebe un ron con soda y lima.
Naturalmente si el agua se guarda en ánforas antiguas—también sirve un botijo,
aunque todavía no he encontrado ninguno por estos lares—es perfectamente
bebible. La mayoría de los marineros que me acompañan son de ascendencia omaní
y no prueban el alcohol, paradójicamente una palabra de origen islámico que
significa El Espíritu Sanador. El problema es el plástico, una de las
invenciones más aberrantes de la humanidad, pues en su exposición al sol crea
una reacción química más peligrosa que cualquier veneno de los Borgia.
A bordo cocinan a la
parrilla un atún recién pescado y las conversaciones se aderezan porque si nosotros
tenemos relojes, ellos tienen el tiempo. Nadar, leer, soñar y enamorarse de
nuevo de la vida. Hacer un corte de mangas a los pelmazos nacionalistas con sus
deseos cainitas. Y a veces cerrar los ojos y soñar despierto mientras el mundo
sigue dando vueltas. Cuando los abres de nuevo te reconoces en otro lugar, pero
nada ha cambiado.
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