lunes, 6 de mayo de 2013


ESTETAS, LOCOS Y DESNUDOS

 

Un puritano nada tiene que ver con la pureza. Es tan solo un envidioso cabestro que no se atreve a vivir plenamente. El filósofo abulense George Santayana luchó toda su vida contra las tonterías que le había inculcado la rígida moral bostoniana. Al final se refugió en Roma, donde daba clases magistrales y recordaba las palabras bárbaras de Fausto: “No he hecho más que recorrer el mundo y que coger por los pelos cada uno de mis antojos. He abandonado lo que no me satisfacía; no he retenido lo que se me escapaba”.

 John Ruskin fue un esteta absoluto que chocó con la sordidez del mundo industrial. Amaba la belleza de las estatuas, pero tenía miedo a la sensualidad vital. Y como en sus visiones no estaba Rodin esculpiendo a las amantes del “español de América” Enrique Gómez Carrillo; y Praxíteles o Miguel Angel no mostraban vello púbico en sus divinas esculturas, pues Ruskin, educado en la rigidez puritana, salió huyendo de su mujer en la noche de bodas, cuando por primera vez que se le apareció desnuda a lo mato grosso.

 Ruskin, como buen inglés, prefería la Venus Calipigia y  jamás pudo soportar la presencia de un coño ad hoc, y, aunque abrazaba a las frías estatuas bajo la luna veneciana, se fustigó con la abstinencia sexual. Naturalmente tal represión acabó por volverle loco y, durante una conferencia en Oxford, el usualmente circunspecto erudito acabó cantando, danzando  y esbozando gestos obscenos. Sus nervios finalmente se habían roto, y el genial autor de The Stones of Venice se abrasó en el fuego divino de la locura.

Tal vez debiera haber leído la Salida a la Luz, del Libro de los Muertos egipcio:
 
 Siempre hice lo que deseaba
 las uvas empapadas de rocío
 exprimía y bebía sin tardanza
 para refrescar mi corazón.
 Olvidé el mal, recordé la felicidad,
 y he cantado hasta este día 
 que abordo el país amante del silencio.

Gerard de Nerval sí lo hizo. Tal vez por eso, cuando alguien le recriminaba que no tenía religión, el poeta contestaba que al menos tenía diecisiete. Florence Delay se lo imagina como un derviche de un poema de Kayguruz Abdal que, al ver acercarse a Jesús, exclamó: "¡Oh, Dios mío! ¡Si es una persona encantadora! ¿Quién será? Se saludaron y juntos persiguieron al diablo.
 
Pero el bondadoso Nerval, unicornio marino que no estaba hecho para pisar la profana realidad, también enloqueció; y le detuvieron desnudo y cantando, caminando hacía una estrella en mitad de la noche parisina. Venía de amar a la cantante Jenny Colon, la sirena cuyo canto escuchaba en la gruta del teatro, su reina de Saba en la cama que adquirió con la salamandra de Francisco I.

Hay un cierto placer en la locura que solo el loco conoce.

 

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